Os presento un excelente post de Glamour (por David Moralejo).... que descubrir en BCN... jajaja toda una aventura!!!
WELCOME TO THE CITY!!
Visto lo que gusta montar una guerra, aunque sea la de Welles en versión follonera y cañí, podría escribir hoy sobre esa eterna (y facilona) batalla entre Madrid y Barcelona. Como pasa con Roma y Milán, con Nueva York y los Ángeles, a menudo, las ciudades se convierten en trinchera de quienes las defienden a lo bonzo mientras vapulean la contraria: la que tiene mar vs. la que tiene canalleo, la que tiene el modernismo vs. la que tiene a los modernos, la que tiene pasta vs. la que tiene un plato de spaghetti en Pigneto, la que tiene un Broadway vs. la que tiene un Hollywood. Yo, que vivo en Madrid desde hace quince años y lo que te rondaré, siempre digo que me ha tocado la mejor ciudad del mundo. También porque desde ella puedo viajar de vez en cuando a Barcelona. Tan de vez en cuando, eso es lo malo, que en esta ocasión tenía previsto conocer mil sitios y sólo llegué a un puñado. Imposible, por tanto, repetir en los ya conocidos, como el magnífico Dos Cielos, los imprescindibles Koy Shunka y Dos Palillos, el bullanguero y fenomenal Pinotxo o esa Casa Leopoldo a la que el temblor literario te empuja sin remedio cuando debutas en el Raval tras la pista de Vázquez Montalbán. Dicho esto, aquí va lo que quise hacer… e hice.
1. Ver el MAR. A los mesetarios nos gustan las ciudades con mar porque pensamos que en ellas TODO el mundo se pasa TODO el día en la playa. Luego vas en febrero y sólo estamos los escandinavos y los mesetarios porque, por más que tú creas que menudo calor, lo evidente es que hace frío disimulado con sol trilero. La opción B es subir al Hotel Arts, el edificio que rompió el techo del skyline barcelonés, y quedarte boquiabierto con las vistas desde sus plantas más altas, desde esa zona Club a la que cualquier mortal aspira como epítome del lujo, antes de alucinar con la cocina que foguea a pie de calle. Un hotel en el que a un lado está Paco Pérez con Enoteca (dos estrellas Michelin) y al otro Sergi Arola, resume fenomenal que lo de comer bien en Barcelona va MUY en serio.
2. Ver el ARROZ. Dice la estupenda Alejandra Ansón que arroces hay muchos y arroces buenos tirando a pocos, y yo digo que es verdad y que en esto los mediterráneos SÍ ganan por goleada. Total, que fui a probarlo al Martínez, esa terraza de moda TAN bonita que, maldita sea, me dieron ganas de robarla piedra a piedra, traérmela a Madrid y colocarla en el monte de El Pardo. No lo hice esta vez… pero volveré con una pala. Aquí el plan fue un menú cerrado de 40 € tras el que puedes bajar Montjuic rodando sin problemas. Arranca la cosa con un vermú de la casa, el Elixir Martínez de Casa Mariol, presentado de foto (ahí está), aceitunas gigantes, ensaladilla rusa, mejillones de roca con cítricos (lucidos, sin estrecheces) y ensalada verde de su propia huerta, que está en Arenys de Mar. Luego vino el arroz y yo me lancé de cabeza al rossejat, dorado en aceite oliva con un fumet de morralla y pescado de roca, cargado de chocos fritos y con all i oli. Impresionante, duro, con su socarrat raspón y cucharas de palo. El vino, un Gessamí 2012, D.O. Penedés, cayó fulminado tras una crema catalana fetén. Para mayor gloria del lugar, ese sol trilero que daba de cara me devolvió a Madrid con dos tonos de más. Plan redondo de mesetario feliz.
3. Ver el ALUCINANTE SHOW DE TICKETS. No sé si decir el mayor espectáculo del mundo o, quizá, esperar a haberlo visto todo. Pero bah, como TODO no lo voy a ver, lo digo: lo de Albert Adrià en Tickets es de locos, pura diversión desde que entras, cuando las luces te arrastran a un escenario burtoniano, un cruce entre Big Fish y Alicia en el País de las Maravillasen el que cualquier cosa parece posible. En el que cualquier cosa es posible. Nada más sentarnos, la simpática camarera preguntó: “¿Carta o sorpresa?”. Respuesta veloz: “Sorpresa. Ni me enseñes la carta porque ME DA IGUAL”. Y esto comimos, pero lo enumero nada más porque sobran las palabras. Vais y lo probáis: cóctel sólido de manzana e hibiscus, pistachos en tempura (los de El Bulli, sí), cacahuetes miméticos, las Oliva-S (gordal y verdial), mini air-bags de queso manchego, mollete trufado, el viaje nórdico, foie en escabeche homenaje a Lúculo 1986 (grandioso), cornete de atún, ostras con caipirinha de fruta de la pasión, canelones de buey de mar, almejas en salsa chi, los spaghetti de seta cardo con pil pil de ceps y trufa negra (posiblemente, el plato más grandioso, bestial y perfecto de la carta, una obra maestra), guisantes pil pil, escabeche de pollo, patatas confitadas, mollete de papada ibérica (quiero mil de esos) y, de postre, granizado de mandarina y roca volcánica. Podría haberme calzado un vino de postín, un champagne como hacían muchos en otras mesas, pero a mí cuando salgo de tapas me gusta la cerveza, así que eso hice: Estrella Damm a gogó y, de paso, factura aligerada por el económico efecto de la rubia espumosa. 206 € (nos invitaron a los dos postres, gracias) por una noche sin precio.
Otra cosa: la ruta BCN 5.0 de Albert y Ferran Adrià merece por sí misma un viaje a Barcelona, convertida ya en una Disneylandia gastronómica en plena avenida del Paral-lel. Tenéis el 41º Experience pegado a Tickets, la preciosa y proustiana Bodega 1900, justo enfrente, y a pocos metros Pakta, de cocina nikkei. En abril inauguran Yauarcan, con vistas a México, y a finales de año llegará el esperadísimo Enigma, que, según me dijo Albert desde la barra de Tickets, “eso sí va a ser algo gordo”. Imaginad el nivelazo. Total, que no me quedó otra que pedirle a Albert una cosita antes de irme: que abra ALGO en Madrid. Lo que sea.
4. Ver CARNE. Tenía buenas referencias de Casa Paloma, incluso sabía que ya le había hincado el diente el carnívoro caníbal Alberto Rey, un tipo que si hablara de comer en vez de asuntos televisivos lo petaría igual. Lo que no imaginaba es que me pegaría tamaño festín de Angus, Frisian y Wagyu preparadas al carbón y servidas en mesa de madera maciza, con frasca de vino y vasos de loza. Una suerte de comilona medieval pasada por el filtro del nuevo lujo, ese en el que TODO es impecable pero NADA te hace perder de vista lo importante: la comida. No quise pedir más que un tartar de atún porque aquí la cosa va de vacas y bueyes, todas acompañadas de unas magníficas cazuelitas de patata gratin. La más potente, la chuleta Frisian de un kilo y 60 días de maduración, con fuerte infiltración de grasa y sabor mantecoso. Palabras mayores. Fui a mediodía y estaba hasta arriba, pero me dijeron que por las noches lo tenían aún más a reventar. Lógico.
5. Ver MODERNISMO. El Hotel España es fácil de encontrar. Además de que está a un paso de las Ramblas, justo a la vuelta del Liceo, raro es que vayas y, según te acercas, no te topes con una nube de turistas curioseando la entrada. Algunos pasan, los más tímidos dudan, pero lo suyo es no cortarse, pasar y recorrer uno de los edificios modernistas más bonitos de la ciudad. Ofrecen visitas guiadas, aunque mejor harás si disfrutas de semejante museo comiendo, durmiendo o tomando un copazo en el bar Arnau. O todo a la vez. Fonda España, el restaurante, está dirigido por Martín Berasategui y ofrece cocina catalana de mercado a precios más que razonables y con un servicio impecable. Este fue el plan: a unos grandiosos berberechos a la sartén le siguieron unos calçots (con guantes de plástico para evitar el pringue excesivo), un arroz negro con almejas y all i oli, más calçots, qué maravilla, como base de un fenomenal rape con salsa romesco, un contundente magret de pato con salsa de orejones y butifarra negra y una milhojas de músico con crema de moscatel y helado de café. El menú cerrado con copa de vino cuesta 34 € (IVA incluido, los berberechos y los calçots aparte), pero yo lo tomé con Tramp 2011, un tinto syrah, garnacha y monastrell D.O. Catalunya que me recomendó el sumiller… y acertó de pleno. Nunca pensé que me enamoraría tanto en la noche de San Valentín.
6. Ver SITGES. Con el recuerdo decadente de su pasado bohemio y burgués, con ese aire de balneario convertido hoy en destino para todos los públicos y en sede de un festival de cinefenomenal al que algún día ojalá pueda ir, Sitges es otra de las razones por las que Barcelona no es Madrid. Nosotros tenemos Cercedilla, que mola todo, o Aranjuez o Toledo, que también, y ellos tienen a tiro de piedra esta villa perfecta para convertir un sábado en un día de vacaciones. Siempre había subido en dirección a Girona y Costa Brava en busca del buen comer, pero esta vez puse rumbo al sur y ni tan mal. La primera sorpresa fue el Avenida Sofía Hotel & Spa, el primero de Europa con la Leed Platinum Certification, la máxima certificación medioambiental. Aunque vale, también es famoso por su restaurante especializado en arroces, Sensacions, incluido en la Guía Michelin, y porque desde su azotea, Nube, tendréis las mejores vistas de la ciudad (está abierto al público, no sólo a huéspedes). Relax sin freno, o sea, de DIEZ.
7. Ver CASA TECLA. Seré sincero: lo vi de chiripa. Pero ahora quiero que lo veáis todos, que vayáis a Sitges y entréis en esta taberna que, si estuviera en Madrid, no tendría un taburete libre. Aquí tampoco lo tenía, ojo. Su propietaria, Babette, una estupenda gourmand, trotamundos con mil vidas (“yo fui a la clausura de El Bulli”, me dijo sonriente en los postres, tras verme fotografiar cada plato), tuvo la idea de abrir una cocina SOLO con horno de carbón y preparar bocadillos de pan artesanal con recetas típicas catalanas, además de otros platos, como las soberbias patatas bravas, de las mejores que he probado jamás. ¿El resultado? Todo lo que salía tenía una pinta bestial, cosa que pude confirmar con un bocata de carrillera y otro de carne ahumada absolutamente magistrales, rematados con un postre que entró directo a mi top ten del goloseo: un par de sencillas tostadas con chocolate casero, aceite de oliva y sal que es un viaje directo a la tradición catalana, a esa época en la que los niños pobres de las masías merendaban pan con aceite y sal y los ricos lo mismo, pero con chocolate. Quien recuerde al gran Santi Santamaría sabrá de qué hablo. Terminamos la cena (que no llegó a 40 € / dos pax) brindando con una copa de cava familiar y charlando sobre vinos, panes y VIDA.
Perfecto final para rematar la aventura breve de un mesetario empeñado en ver el mar. Aunque fuera en pleno invierno y con sol trilero.
No hay comentarios:
Publicar un comentario